Maquiavelo, El príncipe, 8
Estamos a comienzos del siglo XVI pero por un momento me he sentido trasladado al XXI. En nuestros días, en lo que llamamos occidente, casi nos hemos librado, afortunadamente, de la sangre que corría en su tiempo. Una afirmación si no incorrecta al menos incompleta, ahora corre muchísima más, dolorosamente pero distanciadas en el tiempo. El XX ha sido el siglo del león, en el sentido que lo emplea Maquiavelo, y su final y lo que llevamos de éste parece que es el del zorro.
Ejemplos de zorros los vemos todos los días en las noticias, no importa el país, gente con poder que no cumple su palabra y que hacen afirmaciones y promesas de tal manera que parece que dicen una cosa pero que se dejan una salida para su contraria. Es bueno que alguien haya rasgado este velo y que seamos conscientes de ello, lo que hagamos sabiéndolo para nosotros queda. Sólo por esto merecería la pena esta obra y estoy convencido de que estos personajes no han necesitado leerla para actuar así.
Volvamos al sitio donde hemos dejado el relato. "Los hombres en general, juzgan más por los ojos que por las manos, porque muchos son los que ven y pocos los que tocan. Todos pueden ver lo que pareces, pero pocos saben lo que eres". Parecería sacado de un libro de marketing o de una charla entre un jefe de campaña y su candidato. Pero estamos en 1.513.
Nos dejamos llevar por la apariencia y por el éxito de los acontecimientos. Las minorías no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse.
Tanto insistir en que un príncipe debe evitar el desprecio y el odio hace lógico dedicar un capítulo a como conseguirlo. Nos recuerda que el odio lo provoca el príncipe que roba y usurpa los bienes y las mujeres de sus súbditos. Si no hay odio, sólo hay que controlar la ambición de unos pocos, lo cual es sencillo.
" El desprecio nace cuando al príncipe se la considera inestable, superficial, afeminado, pusilánime e indeciso", algo que debe rehuir y parecer que en sus acciones hay valor, prudencia y fortaleza. Y en los conflictos entre sus súbditos que su decisión sea irrevocable. Gozará de estima y será más difícil que se conjuren contra él. Los estados bien organizados procuran no llevar a la desesperación a los grandes y satisfacer al pueblo.
Aquí se adelanta a Montesquieu y la división de poderes, diciendo que hay buenas instituciones de las que dependen la libertad y la seguridad del rey, cómo el parlamento de Francia, un freno para la ambición de los poderosos y del odio que las masas sienten hacia los grandes por miedo. De esto deduce que los príncipes deben delegar en otros las tareas odiosas y ejecutar las agradables.
En apoyo de sus conclusiones se extiende con los sucesos en la Roma del siglo III al respecto del ascenso y caída de una serie de emperadores aupados y derribados por el ejército en un corto espacio de tiempo (Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, tomo 1).
De aquí pasa a hablarnos de la utilidad de las fortalezas, (la pólvora no había alcanzado aún gran desarrollo, aunque fue crucial para la caída de Bizancio) y de otras medidas que toman los príncipes cotidianamente. Es por ello que esta obra no tiene una estructura homogénea.
Aunque avisa de que lo que va a decir puede variar según las circunstancias, va a dar una visión general. Lo primero que debe hacer al acceder a un principado nuevo es armar a sus súbditos que se convertirán en partidarios tuyos. Si los desarmas los ofendes y generas odio. Si es por una conquista, entonces sí debes desarmarlos excepto a los que te han apoyado. Pero con el tiempo, incluso a esos hay que desarmarlos. Las armas deben estar sólo en mano de tus soldados.
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