Montesquieu, Cartas persas, 7


   El catálogo de vicios y defectos será amplio, algunos ya los hemos visto, además a ciertos grupos le serán adjudicados algunos de ellos, a los clérigos, la codicia y la lujuria, a los jueces la irresponsabilidad, o a los periodistas la superficialidad.
   En la XLIV la soberbia; la hipocresía en la XLIX, respuesta a la petición de ayuda para mandar unos monjes a Persia: ¿usted desea ir a Persia?, ¿yo señor?, ni loco, soy provincial y no cambiaría mi suerte por la de todos los capuchinos del mundo; la vanidad en la L, ¡Qué poca gracia tiene el elogio cuando se dirige al lugar del que parte!; la falsedad en la LII, ¿cómo no van a intentar engañar a los otros, cuándo hacen denodados esfuerzos por engañarse a sí mismos?; el egoísmo en la LIX; la carta LXXII sobre la pedantería; el orgullo de la LXXIV; la frivolidad, LXXXII, "los hay que saben hablar sin decir nada, son adorados por las mujeres, aunque no tanto como los que saben sonreír en el momento adecuado, es decir, a cada instante. Te juro que estas habilidades sirven de mucho aquí".
   Sobre la irresponsabilidad de los jueces nos habla Rica en la LXVIII, el juez para acceder al cargo, tuvo que comprarlo, y para ello vendió su biblioteca; no se siente agobiado porque los asuntos sobre los que trata le importan un comino, además, los abogados nos instruyen. "¿Para qué se necesitan leyes si no se aplican?, ¿Cómo se pueden aplicar si no se conocen?.

   Cuando habla de los hombres vemos en Montesquieu un moralista del siglo XVII, cómo en su carta LII que protagonizan cuatro mujeres de veinte, cuarenta, sesenta y ochenta años, "¿cuándo dejaremos de pensar que el ridículo lo hace el prójimo?, tal vez sea una suerte que nos consolemos con las debilidades ajenas, ¿cómo no van a intentar engañar a los otros, cuándo hacen denodados esfuerzos por engañarse a sí mismas?
   Cuando nos hable de las instituciones nos anunciará a los filósofos del siglo XVIII. Vive en unos momentos de grandes cambios en todos los niveles de la vida, que hacen que todas las instituciones heredadas del Antiguo Régimen vayan siendo cuestionadas progresivamente.

   En la carta XXXV, Montesquieu nos expone a través de Usbek su visión de la religión, una religiosidad no exenta de prejuicios, con comentarios que no sé cómo encajar con la exposición que defiende siempre sobre la importancia de que debe ser natural, capaz de hacer mejor al hombre, pero alejada de las vanas disputas teológicas. Tras observar ciertas similitudes, en la carta, entre el cristianismo y el islam, "veo mahometismo por todas partes, pero en ninguna a Mahoma", y preguntarse si el hecho de no conocerlo es suficiente para ser condenados al infierno, nos vaticina que "llegará un día en que en la Tierra, el tiempo, que todo lo consume, destruirá también los errores y todos los hombres se asombrarán al verse bajo el mismo estandarte". En la XLVI, nos vuelve a hablar de la necesidad de una religión natural y de tolerancia. "Veo a muchos que discuten de religión, pero me parece que al mismo tiempo compiten por ver quién cumple menos con sus preceptos... El medio más seguro de agradar a la Divinidad es, sin duda, observar las reglas de la sociedad y las obligaciones de la humanidad."
   A la Iglesia, la acusa de desvirtuar frecuentemente sus fines espirituales por el poder y el ansia de bienes materiales de sus ministros.A los reproches comunes por la imposición de sus dogmas, instigar guerras de religión, el fanatismo o la intolerancia.
   En la carta XXIX nos dice que el jefe de los cristianos es el Papa, antes temido incluso por los príncipes, pues podía deponerlos, pero ya no se le teme. Los obispos son subordinados suyos y tienen dos funciones; cuando se reúnen con él, hacen artículos de fe, pero en privado, casi su única función es eximir de que se cumplan. Su religión está llena de difíciles preceptos y han estimado, que es más fácil que los obispos dispensen de los deberes que cumplir con ellos. Aquí hace una salvedad, la de España y Portugal, debido a la Inquisición, que acepta para condenar el rigor ante la duda, los testimonios de los enemigos de los acusados, así cómo los de gente infame y de mala vida. Y como se sienten muy afectados por haberlos condenados, para consolarse, confiscan todos los bienes de esos desgraciados en provecho propio.
   En la LX, nos cuenta los beneficios que proporciona la tolerancia a la sociedad, "para amarla y observar sus mandamientos, no es necesario odiar ni perseguir a los que no la profesan". Igualmente hace en la LXXXV, además aquí nos dice que las guerras de religión son generadas por el espíritu de intolerancia y el proselitismo, enfermedad que ha pasado de los judíos a los cristianos y mahometanos. "Es inhumano mortificar la conciencia de los demás".
   A esto hay que añadir las controversias teológicas y el rigorismo teórico, como en la LXIX, sobre el libre albedrío, o en la LXI, donde un eclesiástico se queja de la incomprensión a la que están sometidos. "Los mundanos, no pueden soportar que los aprobemos ni que los censuremos. No hay nada más humillante que pensar que uno ha escandalizado incluso a los impíos. así pues, estamos obligados a mantener una conducta equívoca e imponernos a los libertinos, no con la fuerza de nuestro carácter, sino con la ambigüedad de nuestra actitud. En cuanto aparecemos nos obligan a entrar en discusión, y eso no basta, porque sin cesar nos atormenta el deseo de convencer a los demás y sean aceptados puntos de la religión que no son fundamentales."
   Hechos que contrastan con la laxitud extendida en la práctica religiosa. Carta LXXV, "hay una buena distancia entre la profesión (religiosa) y la creencia, entre la creencia y la convicción, y entre la convicción y la práctica. Es más un tema de discusión que de santificación. Son rebeldes que han presentido el yugo y se lo han quitado antes de sufrirlo. Por eso no son más firmes en su incredulidad que en su fe".
   Y por supuesto, el mal empleo dado al casuismo, en este caso como parte de la teología moral dedicada al estudio de casos prácticos y concretos, para conseguir cosas reprobables o ilícitas, ajenas a la religiosidad. Carta LVII. "Aquí los libertinos mantienen un número infinito de meretrices, y los devotos, un número incontable de derviches. Éstos hacen tres votos: obediencia, pobreza y castidad. Dicen que el primero es el que más cumplen todos; en cuanto al segundo, te digo que no lo observan en absoluto; juzga por ti mismo el tercero. Dicen que los herederos se las arreglan mejor con los médicos que con los confesores". Aquí es Usbek el que habla con un casuista que le explica orgulloso en qué consiste su trabajo, sólo os pongo la respuesta de nuestro protagonista: si hubiera en la corte del sultán un hombre que hiciera con respecto a él, lo que usted hace contra su Dios, que diferenciara entre sus mandamientos y que enseñara a sus súbditos en qué circunstancias deben ejecutarlos y en qué otras pueden violarlos, le harían empalar inmediatamente. Saludé a mi derviche y le dejé sin esperar su respuesta.

 

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