Montesquieu, Cartas persas, 8


   Sobre los vicios que achaca a los franceses, hace mención de su frivolidad (superficialidad, falta de seriedad) en la carta LXIII, "un humor propio de las habitaciones privadas de las damas, que parece haber terminado conformando el carácter general de la nación. Las profesiones sólo parecen ridículas en proporción a la seriedad con que se ejercen."
   Hay una carta, la LXXVIII, que podemos encajar en los vicios nacionales, pero en relación con los de España. Se supone que es una copia que envía Rica a Usbek de un francés que está recorriendo el país. La mayor parte de las observaciones que aparecen en ella, responden a la imagen tópica que se tenía de España en Francia en el siglo anterior. "Convivo con un pueblo que desprecia a todos los demás y sólo a los franceses les hace el honor de odiarlos. Gente grave por dos cosas: las gafas, que demuestran que es hombre enfrascado en profundas lecturas, y el bigote, respetable por sí mismo. Orgullosos, sobre todo por lo que llaman ser cristiano viejo, osea, que no desciende de los que la Inquisición obligó a convertirse, y por la piel blanca, tan orgullosos de su color que no trabajarían ni por todo el oro del mundo. Cuando alguien tiene cierto mérito en España, posee las cualidades mencionadas y es propietario de una gran espada, o su padre le ha enseñado a tocar la guitarra, ya no trabaja porque su honor reside en el reposo de sus huesos. La nobleza es adquiere descansando en una silla. Siempre están enamorados, dispuestos a morir bajo la ventana de su amada, de manera que todo el que no está acatarrado no pasa por ser galante. Son celosos y devotos, tan devotos que poco les queda de cristianos. Tienen sentido común y saben razonar, pero no los busques en sus libros, el único bueno ha sido el que ha hecho ver lo malo que son los demás. Me gustaría mucho ver una carta enviada por un español que viajara por Francia, podría decir: aquí hay una casa donde meten a los locos, remedio pequeño para enfermedad tan extendida, encierran a algunos locos para convencer a los de fuera que no lo están".

   En la LXXXIII nos habla de la Justicia, aunque como de otras muchas cuestiones ya se haya referido a ellas en otras cartas. Nos dice que es una relación de conveniencia entre dos cosas, los hombres se alejan de ellas cuando lo mejor que ven es su propio interés y prefieren su propia satisfacción a la de los demás. La justicia es eterna y no depende de convenciones. En la XXXIII, leemos que el espíritu humano es pura contradicción, nos rebelamos fieramente contra los preceptos, y la ley, creada para hacernos más justos, a veces sólo sirve para hacernos culpables. En la LXXX, se pregunta por el gobierno más conforme a la razón, y para él es el que conduce a los hombres de la forma que más conviene a sus tendencias e inclinaciones, y que un gobierno moderado se ajusta más a la razón y la severidad está ausente, no son los castigos más o menos crueles los que hacen que se obedezcan más sus leyes.
   También aquí se muestra partidario, como en la religión, de una ley natural, un conjunto de principios característicos y universales de la naturaleza humana que sirvan de modelos para guiar y valorar tanto la conducta de los hombres como al resto de las leyes, una ley natural que, como tantas otras cuestiones en su tiempo, se descubre a través de la razón, aunque su base deba ser la ética y la moral.

   La siguiente institución de la que podemos hablar es la monarquía tal como estaba al final del reinado de Luis XIV, a quien le reprocha en la carta XXXVII, no su absolutismo sino el haber convertido la corte de Versalles en un nido de intrigas y ambiciones desmedidas, envuelto todo ello en un pomposo, inútil y caro ceremonial.
   Ya desde el asombro inicial que adopta Usbek para describir al rey, vemos la ironía del autor. "He estudiado su carácter y he encontrado en él contradicciones que no puedo entender", "tiene un ministro de dieciocho años (hay varios ejemplos) y una amante de ochenta (en realidad madame de Maintenon tenía setenta y ocho); ama su religión y no aguanta a los que dicen que es necesario cumplir sus preceptos rigurosamente (los jansenistas, condenados por heréticos); no se prodiga demasiado en público, sólo se ocupa, de la mañana a la noche, de que hablen de él" (por su aislamiento en Versalles).
   "Le gusta gratificar a los que le sirven; pero premia con tanta generosidad la asiduidad, o más bien, la ociosidad de sus cortesanos, como las esforzadas campañas de sus capitanes. Estima más al que le desviste o le da la servilleta, que al que le ha ganado batallas, (crítica de la lujosa etiqueta de su corte, rodeado siempre por sus cortesanos). No cree que la grandeza de un soberano deba tener límites en la distribución de gracias, y sin indagar si al que colma de bienes es hombre de mérito, cree que ha de serlo porque él lo ha elegido."
   Nos deja bien clara su opinión Montesquieu.

   

 

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